Por: Alberto Arévalo
«La globalización es como un río que fluye constantemente, y debemos aprender a nadar en sus aguas en lugar de luchar contra la corriente.» – Shimon Peres
La globalización se caracteriza por la interconexión de las economías, la expansión de las comunicaciones y la circulación de bienes, servicios, información y personas a nivel mundial, gracias a un gran motor que es el desarrollo tecnológico.
Por defecto este fenómeno nos lleva a un aumento en el comercio internacional, la inversión extranjera, la cooperación económica y la difusión de la cultura y la tecnología. Por un lado, ha contribuido al crecimiento económico en muchas partes del mundo, permitiendo la especialización, la eficiencia y el acceso a nuevos mercados, pero por el otro está la visión crítica -que no le falta razón- que señala que también trae consigo mayor desigualdad económica, pérdida de empleos en ciertas industrias y la dependencia de cadenas de suministro globales.
Existe la perspectiva académica y de análisis económico, respecto a que existe un proceso de “desglobalización” observado en los últimos años, esta óptica sostiene que este momento en gran medida se debe a factores políticos y económicos, como el aumento del nacionalismo, el proteccionismo y la preocupación por la seguridad nacional.
La pandemia de COVID-19 aceleró esta tendencia, ya que los países tomaron medidas para proteger sus suministros críticos, cerraron fronteras y establecieron mecanismos de restricción de flujos migratorios. En general se habla de un aumento en las barreras comerciales, la repatriación de cadenas de suministro y la reevaluación de la dependencia de fuentes extranjeras.
Sin embargo, las opiniones sobre la globalización y la desglobalización varían y hay un debate en curso sobre los beneficios y desafíos de estos procesos. La pandemia de COVID-19 influyó en estas discusiones al poner de manifiesto la interconexión de las economías globales y la necesidad de repensar ciertos aspectos de la globalización en el contexto de crisis y desafíos globales.
Incluso existen postura que señalan que la desglobalización es inexistente en términos estructurales, y que más bien se trata de una caída circunstancial del comercio y la inversión, que tiene lugar en una coyuntura histórica de reconfiguración de los principios y elementos de la globalización, bajo una vía alterna de desarrollo distinta a la neoliberal y con relación directa a las tecnologías, cuya tendencia inició después de la crisis económica de 2007-2009, y que la pandemia por Covid-19 aceleró.
El término “desglobalización” nuevamente provoca una especie de “picazón” en la boca de los analistas económicos para describir las contracciones en el comercio entre países, la disminución en el flujo de personas, bienes y servicios e inversiones.
La guerra comercial entre China y Estados Unidos ha sido un acontecimiento histórico para las fuerzas de desglobalización en el ámbito del comercio. De hecho, el comercio global ha disminuido desde 2018 tanto en valor como en volumen y se han producido interrupciones relevantes en la cadena de suministro global.
Así, la globalización es un fenómeno complejo que ha traído beneficios sin duda, pero también daños y retrocesos. La desglobalización es un tema a debate, y la OMC enfrenta un resquebrajamiento en su función reguladora. Los actores intermésticos están ahí activos y desempeñan un papel crucial en la lucha contra la desigualdad y la influencia en el proceso de globalización, siempre con una carga política.
Mientras tanto, la globalización no parece detenerse; el tren bala sigue, aun cuando recientemente pasó por una estación y relativamente se detuvo.
Creo, sin embargo, a contracorriente de lo que opinan algunos analistas, que mientras haya países en lucha por la hegemonía mundial querrán tener influencia mucho más allá de sus estados y territorios hacia todos los rincones del mundo, propiciando así que sigamos esa tendencia globalizadora que avanza, muchas veces, sin tener siquiera conciencia de ella.