En México la mayoría de los gobiernos invierten recursos para instalar videocámaras; sin embargo, no están logrando los propósitos de disuadir el delito y garantizar el acceso a la justicia; “se adquieren sin tener claro el objetivo de esas compras”, afirmó Lucía Carmina Jasso López, del Instituto de Investigaciones Sociales (IIS).
La capital del país es la urbe más videovigilada del país: existen más de 15 mil cámaras públicas reconocidas por el gobierno capitalino; junto con las instaladas con Presupuesto Participativo y las privadas deben ser cientos de miles.
No obstante, luego de un análisis cualitativo y cuantitativo, la doctora en políticas públicas y experta en temas de seguridad, encontró que estos dispositivos, por lo general, reducen delitos de tipo patrimonial, aunque no ocurre así en todos los casos.
Por ejemplo, continuó, con la información pública disponible es posible saber que en 2004 el gobierno de Ciudad Juárez, Chihuahua, gastó ocho millones 560 mil pesos para comprar 60 videocámaras e invirtió 30 millones más para crear el Centro de Control de Atención y Respuesta Inmediata (060). En 2017 planteó la adquisición de 700, porque se decía que 70 por ciento de las instaladas no funcionaba (por obsolescencia o daños), y al siguiente año se decidió invertir 367 millones de pesos en videovigilancia. Es decir, el gasto fue en aumento.
La lógica causal detrás del uso de esa tecnología es tratar de inhibir hechos delictivos; es una forma de prevención. “Desde la teoría de la elección racional, si alguien va a delinquir y observa que hay videovigilancia, sabe que las posibilidades de ser identificado y atrapado son más altas. Se supondría que no cometerá el delito; sin embargo, parece ser que a los delincuentes cada vez les importa menos si son grabados o no”.
El uso de esas tecnologías de vigilancia (cámaras y drones) tiene efectos en la sociedad. Impacta, por ejemplo, en los derechos ciudadanos a la privacidad o a no ser discriminados. Por ello, “debemos avanzar hacia una adaptación de esa tecnología que sea socialmente efectiva, útil, pero también humana; no sirve tener más cámaras si las instituciones no mejoran, si como ciudadanos no vamos a ser más solidarios, o si no vamos a discriminar menos”.
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En la primera etapa de su proyecto “Prevención del crimen y tecnología”, Carmina Jasso desarrolló una investigación en cinco colonias de la Ciudad de México, las cuales eligió a partir del análisis del Presupuesto Participativo (2015-2019), de las más de dos mil 400 que tiene la capital. “Identifiqué que había una geografía de demanda de videovigilancia que viene de la ciudadanía. No sólo el gobierno, sino la población, quieren cámaras”. Dos de las colonias elegidas, incluso, solicitaron más videovigilancia durante cinco años consecutivos.
Las cámaras tienen un valor simbólico y la gente las adquiere si tiene la posibilidad. “Queremos ver quién tira la basura afuera de nuestra casa, quien nos roba los tapones del carro o quién se llevó nuestra bicicleta”.
No obstante, en las entrevistas con los vecinos, la investigadora encontró que hay gente que ni siquiera se había percatado de la instalación de las cámaras en su entorno y que alguien los estaba grabando. Otros, sí sabían, pero sin entender qué hay detrás y cuáles son las implicaciones de tener esa tecnología en la “puerta” de su casa.
Con la ayuda de becarios, la universitaria recorrió calle por calle, gracias a lo cual pudo georeferenciar dónde se ubican los aparatos. En una de las colonias estudiadas, Nueva Rosita, en la alcaldía Iztapalapa, conformada por sólo 20 manzanas, ubicaron 97.
“Entre otros aspectos encontramos que los vecinos ponen sus cámaras justo debajo de las del Centro de Comando, Control, Cómputo, Comunicaciones y Contacto Ciudadano de la Ciudad de México (C5), para apoyar la vigilancia o en una disputa por ella”.
En otra de las colonias decidieron poner las cámaras para vigilar a una comunidad extranjera porque tiraba basura; “videovigilar a un grupo de manera directa y latente es discriminación y puede generar otros conflictos”, alertó la experta.
Las tecnologías de vigilancia han avanzado a un nivel insospechado. Con la pandemia de la COVID-19 “nos dimos cuenta de innovaciones, como cámaras que detectan la temperatura de la gente en centros comerciales, o de reconocimiento facial, con ayuda de inteligencia artificial”.
En China, por ejemplo, ponen cámaras en los escaparates de las tiendas para identificar si a la gente le gusta o no lo que se exhibe. “Son muy sofisticadas y el poder de control social que tienen detrás es enorme”. Por ejemplo, detectan a jóvenes que usan gorra o que caminan de cierta manera, y se acciona una alarma. “Eso es discriminatorio porque todos tenemos derecho al libre tránsito y a no ser discriminados por nuestra condición étnica, religiosa, etcétera”.
De igual modo, en algunas empresas se monitorea a los empleados para detectar si usan cubrebocas o qué temperatura registran. “Pensemos en las posibilidades de control social que este tipo de tecnologías puede tener. Sin embargo, no hemos podido avanzar en esas discusiones tan profundas que como sociedad nos afectan, porque las comunidades, en el afán de tener más seguridad, las implementan sin pensar en nada más”.
Estamos tan acostumbrados a ser grabados, abundó Carmina Jasso, que al parecer eso ya no nos importa. Ahora todo el mundo, todo el tiempo, graba con los teléfonos móviles; hay una insensibilización a la videovigilancia o una normalización en el uso de esos aparatos, que no permite entrar a fondo a ese debate.
También durante la emergencia sanitaria la gente ha permitido ser monitoreada a cambio de saber si hay riesgo en la calle por personas que no usan cubrebocas, por ejemplo. “Estamos dispuestos a ceder nuestra libertad a cambio de seguridad y de que se proteja nuestra vida pero, ¿hasta dónde cedemos? Cuando los vecinos se organizan y colocan su sistema de videovigilancia, ¿estamos dispuestos a que alguno de ellos sepa a qué hora entramos o salimos? No vemos las implicaciones que esto tiene”, concluyó.